Hay muy pocos casos
extremos en el mundo. Son excepcionales, pero eso no quiere decir que no
existan. Hace unos meses salió a la luz el caso de un adolescente de 17 años
que sufría ciberadicción y que confesaba que sin internet no sabía vivir.
Empezó con un juego on-linea en el que varios internautas participan al mismo
tiempo pero se aficionó también a las redes sociales, compras por Internet,
etcétera.
Al principio le bastaba con una partida de una
hora pero cada día le apetecía quedarse un rato más. A raíz de este juego, hizo
algunos amigos internautas con los que se comunicaba por las redes sociales y
por Mensajería instantánea. No hacía los deberes para poder dedicarle más
tiempo a las partidas y a actualizar los perfiles de las seis redes sociales de
las que era usuario. Sus notas comenzaron a bajar. Cuando sus amigos lo
llamaban por teléfono, intentaba colgar enseguida porque había dejado una
partida abierta o alguien le hablaba desde una ventana de Messenger. Estaba en
un equipo de fútbol juvenil y uno de sus compañeros lo recogía los jueves a
media tarde en su casa para ir a los entrenamientos. Cuando éste llegaba, le
decía desde el telefonillo que le dolía la rodilla para evitar ir, así tenía
más tiempo para conectarse a Internet. Las primeras veces no pasó nada pero
finalmente tuvieron que echarlo del equipo porque casi nunca asistía al campo.
Sus compañeros también estaban sorprendidos ya que era muy buen jugador.
Llegó un momento en que la tarde no tenía
horas suficientes para conectarse, o eso le parecía a él, y empezó a acostarse
muy tarde para poder estar más rato charlando con esos nuevos amigos que sólo
conocía vía on-line: charlaban, intercambiaban fotos, comentaban en sus redes sociales,
compartían partidas on-line, etcétera. Si sus padres le pillaban despierto, les
mentía diciendo que no podía dormir y se había conectado para ver si le entraba
sueño.
Empezó a tener
problemas en clase porque se quedaba dormido y cuando estaba despierto, sentía
ansiedad, respondía a sus profesores y profesoras con agresividad, no hablaba
con sus compañeros y compañeras y se conectaba a Internet desde su móvil a
escondidas o en el recreo. Sólo pensaba en volver a casa para iniciar una
sesión de Internet, que es lo único que lo calmaba y le hacía sentir bien.
En un primer momento,
sus amigos se enfadaron con él porque apenas les cogía el teléfono ni respondía
a sus SMS. Pero cuando dejó de quedar con ellos los fines de semana porque “le
dolía la cabeza” para, en realidad, seguir conectado, empezaron a preocuparse.
Ellos también tenían redes sociales pero sólo se conectaban un rato al día. Se
dieron cuenta de que su amigo estaba continuamente conectado.
Los profesores y
profesoras habían notado su cansancio en clase, la bajada de sus notas y el
cambio a una actitud irritable. Así que decidieron ponerse en contacto con sus
padres para saber si tenía problemas en casa. Éstos también habían notado un
comportamiento extraño. Cada vez que lo llamaban para el almuerzo o la cena, se
molestaba muchísimo y comía muy rápido para volver enseguida a su cuarto.
Los padres les
hablaron de las noches que lo habían encontrado conectado y recordaron una
anécdota. Una tarde falló la conexión y hasta la noche no pudo recuperarse.
Comenzó a gritarle a todo el mundo y buscó un cibercafé por su barrio. Hasta
que Internet no volvió, no regresó a su casa. No dejó de mostrarse furioso
hasta que pudo conectar Internet en su ordenador.
A raíz de hablar
entre ellos, decidieron observarle más a conciencia para confirmar si aquel
cambio se debía a un uso descontrolado de Internet: carácter violento,
aislamiento respecto a sus amigos y amigas, además de sus compañeros y
compañeras de clase, noches sin dormir, etcétera. Una vez que comprobaron que
era así, que la agresividad se iba cuando se conectaba a Internet, que las
únicas personas con las que se relacionaba eran las que había conocido en la
Red o que no se acostaba al menos hasta las 6 de la mañana porque se quedaba
conectado, se pusieron en contacto con un grupo de psicólogos especialistas en
ciberadicción.
En el momento que reconoció su problema, se
sintió en cierto modo aliviado y él mismo pidió ayuda. Mediante una terapia de
restricción, el apoyo de su familia, amistades y compañeros y compañeras de
clase, así como el de sus profesores y profesoras, consiguió recuperarse
completamente.